jueves, 19 de junio de 2008

Föðurland

“Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen.”

J.L. Borges, Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto.

La telaraña universal de Platón, la forma, el arquetipo, la antigua psykhé heraclítea, tejiéndose y destejiéndose en el devenir, las pequeñas arañitas que divertían a Spinoza, y que en su tela luchaban y a cada caída formaban una nueva figura, o una proyección geométrica de la única e impersonal Figura, vasto despliegue de atributos y modos....
El azar de Bataille, que evocando a Nietzsche, resulta una idea "arácnida y desgarradora".
Variaciones de la universal telaraña, incesante labor de todos y ninguno...
El laberinto arácnido urdido miméticamente por el asesino, tiene, ha de tener, su clave...

Si la infinita telaraña del universo puede recorrerse y condensarse en el Nombre de Dios, que como un Aleph lo abre y lo atraviesa, si el Impronunciable es el Padre de la Literatura, y por ello de la enumeración, (finalmente del tiempo), cada palabra reúne y dispersa el Nombre, cualquier palabra, cualquier hombre, pueden ser la cifra y el redentor. La palabra cae en el azar, el hombre es nadie.
El universo-Dios-literario de Borges, es aquella esfera hermética, “cuyo centro no está en ningún lugar, y su circunferencia en todas partes”. Un dios descentrado y omnipresente, un dios atroz, arácnido...
“Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara”. El joven Jorge Luis desespera porque el Aleph no le devuelve las líneas del rostro de Beatriz Elena Viterbo. El desquite de lo determinado, el pondus irreductible del individuo.

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